¡Llegó el afilador!, ¡llegoo el afiladooor! Después del grito, viene la melodía de la pequeña flauta que se escucha a varias cuadras a la redonda anunciando el servicio ambulante.
Así recorre las calles de la ciudad Manuel Zendejas en busca de clientes que deseen sacar filo a sus tijeras, cuchillos, navajas y herramientas punzocortantes.
Hace unos 20 años, dejó los campos agrícolas de Michoacán para dedicarse a este oficio en Mazatlán. Desde entonces camina cargando un pequeño banco de madera provisto de una piedra de afilar redonda y un manubrio.
Con el paso del tiempo, la demanda de este servicio ha bajado porque ahora las personas prefieren comprar utensilios nuevos en lugar de sacarles filo, repararlos o reutilizarlos, comenta.
“Antes había muchos afiladores, había uno en cada colonia y ahora ya casi no se miran”, señala.
Manuel afirma que este oficio se ha vuelto menos común porque los hábitos de consumo actuales consisten en usar y tirar.

«Mejor me compro una nueva»
El precio del servicio es de 30 pesos, sin embargo, la mayoría de las personas prefiere tirar las tijeras y comprar unas nuevas, sobre todo aquellas con mango de plástico que se adquieren a un precio módico en las papelerías o tiendas de tela.
“Me dicen ‘mejor me compro una nueva’ ¿pero para estar tirando las cosas?”, cuestiona.
Manuel refiere que en el pasado, los materiales con los que se hacían artículos como estos eran de mejor calidad y las personas los cuidaban más, sin embargo, las tijeras o cuchillos más baratos y sencillos también pueden afilarse y reutilizarse por mucho tiempo, incluso años.

Se va el afilador
Él es uno de los pocos afiladores que aún quedan en la ciudad. Todos los días recorre colonias agrupadas por zonas visitando a sus clientes, por eso puede tardar una semana o quince días en regresar.
“Antes había demasiados afiladores, pero salía mucho trabajo y ahora si sale pero no igual como antes», mencionó.
En ese entonces, añade, también había afiladores de Durango, Tijuana, Puebla, Veracruz y otras partes del país.
Cuando alguien solicita su servicio, Manuel se sienta en el banco, con una mano le da vuelta al manubrio para hacer girar la piedra y con la otra sostiene la pieza mientras le saca filo. Cuando termina sigue si camino y vuelve a gritar “lleegó el afiladooor”.
Un oficio reemplazado por la cultura de lo desechable, es decir, del úsese y tírese.

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