Al contrario que en la llanura costera donde sus principales comunidades fueron sometidas y sus estructuras políticas y económicas fueron quebradas apenas en dos años [entre el invierno de 1530-1531 y el verano de 1532]; en la zona serrana el proceso de conquista fue largo y conflictivo, pues al menos hasta 1617 se sucedieron una serie de rebeliones e insurrecciones hasta que finalmente sus pobladores son vencidos y obligados a abandonar su forma de vida al ser confinados en los llamados pueblos de indios, que en realidad no eran sino conjuntos de casas donde solo dormían, pues su vida (s así se le puede llamar) giraba en torno al trabajo en las minas y las haciendas ganaderas, hasta llevarlos a la extinción. Pero todavía ahora pervive la maldita leyenda en que sus captores se apoyaron para su explotación.
Es hasta 1566 cuando se inicia realmente la conquista de la zona serrana del sur de Sinaloa, la cual corrió a cargo de Francisco de Ibarra y desde la primera entrada de los españoles se caracterizó a sus habitantes como caníbales, rebeldes y sodomitas, a lo que más adelante se agregaría el de idólatras, toda la suma de faltas que permitían, más bien obligaban, su conversión y esclavitud.
Así, en la Historia de los descubrimientos antiguos y modernos de la Nueva España, de Baltasar de Obregón, donde precisamente se narra la conquista de la zona por un participante en la misma, nos dice que quienes habitaban entre los ríos Baluarte y Pánuco, en la sierra de Cacalotán, eran: “gente salvaje, vil y villana, indómita y glotona de carne humana y tan fiera que por gala trae cola y espejo en la trasera, aunque es gente valerosa y valiente”; por tanto, su capitán, Francisco de Ibarra, destacado por muchos historiadores por su supuesta bondad y conmiseración hacia los indios, quizá por la simpatía que inspiran aquellos que mueren jóvenes, por lo que incluso se le conoce como el “fénix de los conquistadores”. Si viene es verdad que si se le compara con su predecesor en la conquista del noroeste de México, Nuño Beltrán de Guzmán, casi cualquiera pasaría por santo.
En fin, Francisco de Ibarra se vio “obligado” a castigar a los serranos por su antropofagia y por el “pecado nefando que le usaban” y les mandó que “fuesen muchas veces al real para que los doctrinasen y pusiesen en buenas costumbres”; condenándolos al desarraigo primero y en última instancia a la muerte. “De buenas intenciones está empedrado el camino del infierno”.
Que no se me malinterprete. Ni estoy negando la rectitud moral de Ibarra (según sus cánones morales por supuesto, no los míos); ni tampoco niego la práctica de la sacrificio y la antropofagia entre los antiguos sinaloenses de la sierra. Lo que quiero dejar en claro es que esto último se exageró (mucho) y se separó de su connotación religiosa y se le hizo ver como si fuera un acto cotidiano; casi como si dijéramos que los mexicanos comemos tortillas [por cierto, no hay evidencias arqueológicas del consumo de tortillas por los antiguos sinaloenses, pero esa es harina de otro costal].
La exageración la comenzó el propio Baltasar de Obregón: “Porque eran estos fieros caribes, glotones de carne humana y tan continuos y ordinarios a este abominable vicio que siendo cómo fue esta provincia poblada de mucha cantidad de gente, los fueron comiendo, cavando y consumiendo de suerte que aún no halló el gobernador, Francisco de Ibarra cinco mil hombres en toda la provincia habiendo salido de guerra en otro tiempo antes a Nuño de Guzmán mucha más cantidad”.
Obregón achaca a los grupos serranos el despoblamiento de la llanura costera sinaloense, soslayando la responsabilidad de los propios españoles y sentando así las bases para su posterior esclavitud apenas descubiertas las primeras minas unos años después; pues, aunque la esclavitud, según las leyes, estaba prohibida, en la práctica quedaban fuera de la protección legal, los rebeldes, los antropofágos, los idólatras. Ninguno de los grupos originarios de México quedó pues a salvo; ya que todos tenían dioses, todos practicaban el canibalismo ritual y todos se rebelaron a la explotación.
En efecto, el canibalismo ritual era parte de la religión de los antiguos pueblos serranos. Paradójicamente, es uno de los principales destructores de la parafernalia religiosa de estos grupos quien dejó en claro pues solo eran comidos los muertos vencidos en las guerras y como parte de una elaborada ceremonia en la que participaban los habitantes de varias comunidades. Dice el misionero jesuita Hernando de Santarén en 1601: “…júntanse cuatro o seis rancherías, las más vecinas, y en unas grandes ollas que ellos hacen echan el muerto hecho cuartos, y dejánle cocer tanto tiempo que, tirando de los huesoso, los sacan blancos, limpios y sin ninguna carne, y éstos guardan en una casa, que es como la de sus trofeos, para perpetua memoria y ejemplo a los hijos de los hechos de sus padres y antepasados. Y mientras la carne que quedó en las ollas [en la que suelen echar frijoles y maíz cocido] cuece tanto que se convierta en caldo y bebida, están bailando todos, hombres, mujeres y muchachos, y cantando las hazañas y buenas suertes que han tenido en sus enemigos. Y suelen continuar este baile dos días y sus noches. Siéntanse un rato y comen de aquellas ollas, y vuelven luego a continuar su baile”.
El que fuese un evento excepcional y que requería elaborados preparativos ya de por sí es indicativo de que no era coser y cantar el matar un enemigo en batalla. Otra prueba de su dificultad es el hecho de que a quien mataba un enemigo se le colocaba un hueso a modo de bezote “Y –dice el propio Santarén- este trae toda la vida en señal de valiente, Y si ha muerto dos, le hacen dos agujeros; y si tres, tres. Y yo he visto indios que tenían tres”. Es decir, no cualquiera alcanzaba la distinción y mucho menos acumulaba más de un adorno a lo largo de su vida.
Ahora bien, ¿quiénes eran los fieros y valerosos serranos [si les queremos espetar adjetivos esta resulta especialmente válido, pues todos los cronistas resaltan su valentía]? Se da por sentado que se llamaban xiximes y la ecuación xixime=caníbal está asentada pues en el imaginario sinaloense [y duranguense]. Sin embargo, la verdad es que ni B. de Obregón ni los primeros cronistas se refieren a los grupos serranos con algún nombre. Es hasta la visita en 1605 del obispo de Guadalajara Alonso de la Mota y Escobar, a lo que ahora es el sur de Sinaloa que tenemos un nombre. Al hacer referencia a la zona serrana dice que ahí: “corren despoblados comúnmente buscando caza y pesca una nación de yndios bárbaros que llaman de Tepustla los quales están rancheados en las serranías que quedan atrás en las comarcas de las minas de Maloya, Copala y Pánuco”. En la actualidad, la población de Tepuxta se localiza en la margen oriente del río Presidio, enfrente de El Recodo, donde apenas comienza la serranía; al parecer al ser confinados en pueblos de indios se llevaron el nombre consigo. Así, podríamos llamarles tepuxtas o tepustlas a los indios de la sierra baja del sur de Sinaloa.
Sin embargo, Carl Sauer, con base en dos documentos franciscanos de 1611 y 1615, menciona que quinees habitaban en “las montañas atrás de Concordia”, eran los chele; esto es, en la misma zona que los tepustas de Mota y Escobar. Abunda Sauer: “Estos chele se han identificado como hablantes de la misma lengua que los indios de Maloya, Cacalotán y Matatán (en las montañas atrás de El Rosario), y son al parecer los mismos con quienes la gente de Ibarra tuvieron un encuentro. A partir de las declaraciones que se hicieron podemos inferir que no eran tepehuanes, sino probablemente xiximes, porque se les menciona repetidamente en relación con los indios de las montañas más al norte, que eran xiximes”.
Xixime es el nombre que usaron principalmente los misioneros jesuitas y soldados que los acompañaban en su campaña de conquista espiritual. Lo usaron para referirse genéricamente a todos los grupos que habitaban la sierra entre los ríos Las Cañas y San Lorenzo (quienes habitaban al norte del río san Lorenzo recibieron el nombre de acaxees). En realidad, de acuerdo con los propios documentos de los jesuitas, la zona estaba habitada por varios grupos con diferentes etnónimos, es decir, el nombre de un grupo étnico particular; aunque no sabemos si era el nombre con que ellos mismo se conocían o era solo un derivado de su principal población: los toias o toyas que habitaban en la margen sur del río San Lorenzo; la zona entre el río Piaxtla y el río Presidio estaba ocupada por los humes y en la cuenca del río Quelite, vivían los hinas; a los que agregaríamos los tepuxtas y/o cheles entre los ríos Presidio y Baluarte.
El nombre de xixime forma parte pues de la descalificación que reiteradamente hicieron soldados y misioneros de ellos, pues xixime se deriva de o bien de xixicuin que quiere decir “glotón comedor o goloso”, o bien de xixi, que significa “perro”. Esa es la imagen que nos legaron. Sin embargo, la arqueología tiene otra mirada sobre el asunto: grupos de agricultores con una rica vida ritual y ceremonial, en la que sí estaban incluidos los sacrificios y la antropofagia ritual, pero de eso tratará la siguiente colaboración.